Del trono de Dios al Santo Sepulcro: una hipótesis a la velocidad de la luz
La historia de la Resurrección, el pilar sobre el que descansa la fe de millones, narra un evento milagroso ocurrido al tercer día. Tres días, setenta y dos horas cruciales entre la crucifixión y el sepulcro vacío. ¿Y si el instante mismo de la Resurrección fue impulsado por una señal, un «hálito de vida» celestial, que viajó precisamente durante esas setenta y dos horas a la velocidad de la luz?
Si Dios envía el hálito de vida desde su Trono Celestial al Sepulcro esa hipotética señal viajó a la velocidad de la luz, su origen debería situarse a una distancia de setenta y dos horas luz de la Tierra en aquel crucial año 33 de nuestra era.
Si queremos buscar el Reino de los Cielos, este debe encontrarse alrededor de una esfera situada a setenta y dos horas luz del Santo Sepulcro, lo que equivalen a unos impresionantes 77.760 millones de kilómetros. Pues a esa distancia exacta debería estar el Reino de los Cielos.
En el año 33, los astrónomos apenas conocían el Sistema Solar hasta Saturno. ¿Qué había entonces en esa frontera remota, a 518 Unidades Astronómicas del Sol? Los cálculos y el conocimiento actuales nos dicen que esa zona corresponde al llamado Disco Disperso o a las regiones más interiores de la Nube de Oort, una esfera inmensa y casi vacía que envuelve nuestro sistema, hogar de incontables cometas helados y cuerpos menores.
No había allí ningún planeta conocido, ni ninguna estructura celestial relevante que los antiguos pudieran ni siquiera imaginar. Sin embargo, esa región no estaba completamente vacía. Es muy probable que, como hoy, estuviera poblada por miríadas de objetos helados, restos de la formación del Sistema Solar, tal vez algún cometa de largo período en su lento viaje, o incluso planetas enanos aún por descubrir.
¿Pudo uno de esos objetos anónimos y helados ser la «fuente» de esa señal de vida?
La ciencia, con su rigor basado en la evidencia, no puede afirmarlo. No hay manera de identificar un emisor concreto en esa vasta y oscura región del espacio hace dos milenios.
Señalar un punto específico y atribuirle semejante poder escapar a cualquier verificación posible.
Aunque no encontremos una baliza celestial esperando a 72 horas luz, la simple idea de buscarla nos recuerda la magnitud del misterio, tanto en la inmensidad del espacio como en la profundidad de la fe. Es un eco, quizás, no de un rayo físico, sino del asombro humano ante lo trascendente, resonando desde una tumba en Jerusalén hasta los confines más lejanos de nuestro vecindario cósmico.
Jose Ignacio Martín Gandul